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NÚMERO 20 MAYO – AGOSTO 2017

Dicen los viejos sabios hawaianos que Dios primero creó el mar, mucho más tarde la tierra y, después, los fenómenos atmosféricos. En estas circunstancias, el mar se enamoró perdidamente de la tormenta (tampoco quedaba mucho más para elegir) y la sedujo arrastrándola a las profundidades. Producto de su noche de locura y pasión, nacieron las olas.

Mucho después, Dios creó al hombre y le buscó un paraíso, el mejor posible, un paraíso volcánico. Pero al ver al hombre solo, le dio pena, y ordenó a las olas que fueran en su busca. Las olas cruzaron los mares obedeciendo la orden hasta llegar a la costa. Al contemplarlas, el hombre se quedó prendado de ellas y, en un gesto sublime de amor, hombre y ola se fundieron en una danza sagrada, que se llamó “choree”. Es lo que hoy conocemos como surf: el baile de alabanza a Dios realizado entre el hombre, la tormenta y el océano.

Los primeros hawaianos llamaron también al surf el “deporte de los dioses”, puesto que eleva a los hombres elegidos por encima de los comunes, y también del mar: símbolo máximo de la profundidad (en gran parte de él jamás penetra la luz), último refugio en la Tierra de todo lo que no conoce el ser humano.

El surf busca la “ola perfecta”, una búsqueda que puede durar toda una vida mientras surfeas. Muy lejos de Hawaii, los primeros taoístas creían que existe una fuerza inteligente que nos guía y que empapa todo el Universo. Tienes que dejarte llevar por la fuerza, pero a la vez dirigirla. Como un jedi. El objetivo último es tener una mente vacía y clara y ser capaces de mover el cuerpo como si fuera agua. Como decía Bruce Lee.

El caso es que algo tiene Hawaii con la energía en movimiento. El hula, su danza más tradicional (y de la que nos habla, entre otras cosas hawaianas, nuestro columnista musical Mariano López), ancla su leyenda en la historia de cuando Pele, la Diosa del Fuego, estaba huyendo sin descanso de su hermana Namakaokaha, la Diosa de los Océanos, hasta que llegó a la isla de Hawaii y allí bailó tranquila celebrando que había podido encontrar un hogar. Como en el surf, el hula consiste en movimientos que fluyen pero que se deben dirigir de forma sutil para entrar en contacto con el resto de energías del Universo que también flotan, como tortugas en el mar (animales que, como todos los viejos, saben mucho y, sobre todo, saben dónde se vive mejor…).

En este número, las olas nos llevarán por el Atlántico hasta Brasil, para hacernos fondear finalmente en las islas de Indonesia. Por el camino, una paradita técnica en el teatro más punk de Hungría, saltando sin temor de una obra de los ochenta a otra de los dos mil porque, en el fondo, los humanos seguimos igual de alienados después del grunge que antes de que sacaran disco los Smashing Pumpkins.

Y así, si lográis no apartar nunca la mirada del horizonte (o de la pantalla, en este caso), podréis disfrutar, sin perder el rumbo: de un relato escrito por uno de los escritores más prometedores del panorama brasileño, Miguel del Castillo, titulado “Restinga”; de fragmentos de las piezas de dramaturgia más conocidas de György Spiró: Chickenhead y PRAH; de una (auto)entrevista al colectivo de editoras cartoneras Dulcinéia Catadora; y de un artículo (“¿Qué es tendencia?”) sobre las letras indonesias contemporáneas, fruto de las investigaciones de la profesora Pamela Allen, de la Universidad de Tasmania.

Por todo esto (¡os parecerá poco!) hemos dedicado este número al surf, a los ukeleles, al hula, a las odiseas polinesias y a empujaros a que naveguéis con vuestra tabla y vuestras gafas de pasta de buzo por estas páginas, buscando el artículo perfecto, la ola perfecta o esperando la hora de cenar. Y es que “la línea que separa cielo y tierra nos llama y ninguno sabemos cómo de lejos nos va a llevar”. Palabra de Moana. Kowabunga, 2384eros.

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