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NÚMERO 21

Qué duda cabe de que vivimos tiempos asediados por los conflictos. El conflicto no es necesariamente bueno ni obligatoriamente malo. Hay muchísimos conflictos, incluso algunos internos (como el que tiene el protagonista de Crimen y castigo) y otros externos, como el de Simba por llegar a ser Rey León. Pero independientemente del tipo que sea, el conflicto simplemente es, y está destinado a ser. Y nosotros estamos destinados a gestionarlo.

Y ahí es donde se encuentra, agazapado, el nudo gordiano, el quid de la cuestión, el cepo que amenaza con agarrársenos al tobillo y envenenarnos lentamente ante la disyuntiva de tratar de reordenar nuestras propias contradicciones, conversar sobre nuestras debilidades y rehacer los tabiques con humedades de una casa en construcción, o bien levantar el tejado, reventar la puerta y lanzarnos ladera abajo empujados por nuestro deseo de amor, o de muerte. Y saber (comprender de verdad) si esto último es coraje, o es rendición. Si es la larga marcha o un nuevo tiempo de lobos. O una larga marcha amenazada por lobos. (Lobos mutantes. Eso sí que sería épico).

El conflicto dinamiza, pone en marcha, moviliza, y también divide, entorpece y embrutece. Puede ser estímulo para extraer la semilla de algo mejor o el toque de queda hacia el eterno retorno a la ley de la selva. La literatura siempre ha mirado a los ojos al conflicto; a veces lo ha alimentado, otras veces ha bebido de él. A veces también lo ha maldecido y ha levantado frente a él manos cubiertas de sangre.

Y por supuesto todo conflicto tiene un final. En literatura y en el cine se usan mucho tres tipos de finales. Están los finales cerrados, cuando todo acaba bien o mal y para siempre. Eso nos tranquiliza: ver que Paul Newman y Robert Redford se salen con la suya en El Golpe es el paradigma del confort. Pero no suele pasar, por desgracia. Y luego están los otros dos, que son más de los que nos gustan a los salseros de 2384. Por un lado hay finales abiertos, cuando se plantea una resolución del conflicto pero se deja claro que muchos de los actores que intervinieron en su resolución no han sido eliminados. Es el caso del final de Alien (si no lo habéis visto aún, os merecéis este spoiler, por pazguatos). Y por otro lado están los finales indefinidos, que es cuando se deja el conflicto sin resolver, listo todo para que continúe o se transforme en otro conflicto. En otra lucha, interior o exterior.

Lo cierto es que la página escrita es el campo definitivo de batalla: el uno enfrentado a sí mismo; el yo enfrentado al otro, a algunos, a todos; el nosotros en construcción. Y este nuevo número de 2384 no es una excepción. Desde Brasil os traemos, en esta ocasión, un fragmento de Noches de lechuga, de Vanessa Barbara: una novela sobre las convivencias diarias, la compañía y la soledad, el calor de lo aparentemente trivial y el dolor callado de la pérdida. También brasileña es la nueva (auto)entrevista, en la que Carlos Henrique Schroeder —de quien ya publicamos, en el nº 12 de la revista, algunos fragmentos de su novela Las fantasías electivas— conversa consigo mismo en una pirueta a través del tiempo, y que hemos titulado “Ojos secos”.

Pero en todas las latitudes cuecen habas, así que nos desplazamos igualmente hasta Suecia para presentar algunos textos del proyecto Personas a quienes casi conocías, de Christian Ekvall. Como broche final, hemos traducido al castellano para vosotros el interesante artículo “Retos y diversidad de la literatura francófona de África Subsahariana”. Una verdadera historia de emancipación colectiva en estos tiempos en los que parece más necesario que nunca cualquier tipo de antídoto contra la frivolidad.

Peace, y hasta la próxima edición de 2384.

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